domingo, 10 de enero de 2021

Crónica de “muchas” muertes anunciadas

 


Antonio Pintor
Colectivo Prometeo

     Existe una expresión humorística conocida como el “test del pato” para denominar a una forma de razonamiento inductivo que afirma que, cuando un conjunto de evidencias que apuntan a una conclusión altamente probable coexiste con otras altamente improbables, lo razonable es aceptar la conclusión altamente probable. Dice: “Si parece un pato, nada como un pato, y grazna como un pato, entonces probablemente sea un pato”.

    Este test tan simple y fácil de entender parece ininteligible para nuestros gobernantes, sean municipales, regionales o nacionales, a la vista de declaraciones y acciones en relación con la pandemia del Covid-19.

    Aunque en lo que respecta al coronavirus tenemos más dudas que certezas, en los meses que llevamos de pandemia, algo hemos aprendido. Sabemos lo importantes que son para evitar el contagio medidas como, mantener la distancia de seguridad, limpieza frecuente de manos y el uso de mascarillas, que no solo reducen el riesgo de infección sino que al disminuir la carga viral se ha visto que en algunos casos facilita la inmunización sin padecer la enfermedad, o sea, que tendría un efecto similar a una vacuna. Sin olvidar la conveniencia de tener niveles adecuados de vitamina D. También hemos aprendido que es muy contagioso, bastante letal en los mayores y que viaja y se transmite a través de las personas, por lo que reducir la movilidad y la concentración son medidas necesarias si queremos evitar los contagios. Con estos conocimientos básicos y viendo la situación de la pandemia a nivel local y mundial, me parece que las medidas que han tomado ante las fiestas navideñas, tanto comunidades autónomas como el gobierno español, resultan a todas luces inadecuadas y negligentes.

Si aplicamos el “test del pato” tendremos las respuestas a lo que se tendría que haber hecho para evitar contagios y lo que es predecible que ocurra al no haber actuado con la sensatez requerida: aumento de contagios, hospitalizaciones y muertes.

Decía un analista sanitario que, a la vista de lo ocurrido en otras situaciones similares de celebraciones, se calculaba un exceso de mortalidad para los meses de enero y febrero en torno a las 20.000 personas. Si estuviese en lo cierto, y me temo que así sea, ¿habría merecido la pena celebrar la Navidad? No hubiese sido más sensato suspender todo tipo de evento que posibilite el desplazamiento de las personas y con ellas el virus.

Se han antepuesto el sentimentalismo y el consumismo a la razón y la salud. Se nos ha inundado de mensajes acertados acerca de la vulnerabilidad y fragilidad de las personas mayores ante este virus y de la necesidad de hacer lo imposible para su protección. Mensajes edulcorados y sentimentaloides sobre lo mucho que los queremos. Todo ello no deja de ser oratoria vacía e hipócrita a la luz de los hechos, pues ni los políticos se han preocupado de tomar las medidas necesarias para su protección, ni sus “seres queridos” parece que hayan estado por la labor de dejarlos tranquilos y en compañía de quienes convivan con ellos de manera habitual. Sí, aislados con los convivientes, pues en estos momentos es la mejor garantía para su seguridad. En cambio se ha optado por visitarlos sometiéndolos a una especie de “ruleta rusa” con balas de efecto retardado, de manera que aquellos que hayan sido alcanzados por “el fuego amigo” les irán estallando en los próximos días y semanas llevándolos al hospital o al cementerio, porque hemos priorizado las fiestas navideñas a la salud.

Se ha enviado un mensaje equivoco a la población, pues al tiempo que se les instaba a ser responsables evitando los desplazamientos y las concentraciones familiares, las autoridades han actuado como si nada ocurriese. Así, se han iluminado y decorado las calles de pueblos y ciudades igual que años anteriores y la propaganda comercial ha seguido insistiendo en la importancia de los regalos y encuentros familiares en estas fechas tan entrañables. De manera que, al tiempo que se desaconsejaban con la boca chica los desplazamientos, se levantaban las restricciones perimetrales para que se pudiesen realizar, dejando en manos de una población confundida el tener que tomar una decisión con una fuerte carga emocional para padres, hijos, hermanos, etc. El resultado es que, tal como desgraciadamente podemos comprobar, un importante número de personas, sobre todo los mayores, acabaran hospitalizadas y muchas morirán a causa de la infección. Seguramente no habrá una responsabilidad penal para quienes teniendo la obligación de proteger y cuidar a los ciudadanos, y conociendo las previsiones no actuaron para evitarlas, pero de lo que no me cabe la menor duda es que moralmente lo son.

Hagamos un ejercicio mental. Imagínese que es el presidente de una comunidad autónoma al que sus asesores le plantean que para poder dar un respiro a la economía y mejorar sus posibilidades electorales tiene que flexibilizar las restricciones y posibilitar la movilidad y encuentros entre los ciudadanos, aunque ello supondrá en opinión de los expertos en salud pública un aumento considerable de contagios, hospitalizaciones y muertes. Ante este dilema prioriza la economía y sus aspiraciones políticas y facilita la celebración de las fiestas navideñas con unas limitaciones que a todas luces se sabe serán ineficaces para contener los contagios. Pasadas las fiestas y tal como se había previsto los contagios, hospitalizaciones y muertes se disparan ¿Podemos admitir que nadie sea responsable de lo que está ocurriendo?

Si consideramos que una de las principales funciones de un gobernante es la de proteger a los ciudadanos, en especial a los más vulnerables, podemos decir con Emilio Zola, “Yo acuso” a quienes nos gobiernan en esta crisis pandémica de negligencia con resultado de miles de muertes previsibles y, por tanto, evitables de haber actuado protegiendo la salud y no la navidad.

Según sus reiteradas manifestaciones han querido, emulando el título de la película “Salvar al soldado Ryan”, “salvar la navidad”, en lugar de “salvar vidas”. Y lo peor de todo es que no hemos aprendido nada, pues se siguen dando las cifras en los medios de comunicación de manera descriptiva, como si de un desastre natural se tratase, sin hacer ningún tipo de análisis y relación con las medidas adoptadas, ninguna autocrítica y evaluación. Seguimos yendo por detrás del virus, esperando a verlas venir, y actuando de manera reactiva, cuando lo que necesitamos es ser proactivos y adelantarnos a él.

Finalmente, resultaría irónico que un desastre natural como es la borrasca “Filomena” consiguiera hacer lo que los gobernantes han sido incapaces, recluirnos en nuestras casas.

En fin, lo importante es que la fiesta continúe.

 

2 comentarios:

Manuela Fernandez Santos dijo...

La responsabilidad empieza en uno mismo. Nadie tiene que imponernos responsabilidad.....todos debemos ser responsables de nuestros actos y pensar en el bien común.....es lo que no pensamos. No somos una cultura colectivista sino individualista.

Anónimo dijo...

Como siempre brillante el pensamiento expuesto por el compañero Antonio Pintor. Lástima que sabiéndolo la población se siga haciendo caso omiso a la realidad que supone celebraciones, reuniones masivas y otras zarandajas. Efectivamente la gran mayoría de nuestros políticos, lamentablemente, anteponen la Economía a la Salud y la Vida, ¿serán capaces de imponer la razón al comercio?. La estupidez humana no tiene fin.