martes, 10 de septiembre de 2024

8 de septiembre: La Extremadura del Poder




 Fuente: El Salto

Manuel Cañada


Hace tres años, en la tarde del 8 de septiembre, fallecía Juan Carlos Sobrino Tardío, al que todos conocíamos en Mérida por su apodo, El Cuco. Murió ahogado en el río Guadiana, a la edad de 53 años. El Cuco vivía en la barriada de San Antonio, el Barrio Bizcocho en la jerga popular, llamado así porque cuando el río se desbordaba en los años sesenta o setenta aquel enjambre de chabolas y casas humildes que los más pobres habían alzado, se impregnaban totalmente de barro. Algunas tardes de verano, cuando apretaba el calor, Cuco se bañaba en el río. Pero esta vez, le fallaron las fuerzas, el cálculo o el corazón y el aparentemente manso Guadiana se lo tragó para siempre.

El Cuco había trabajado en el campo, en la construcción y en lo que salía. Cuando estalló la crisis de 2008 estaba en Palma de Mallorca, perdió el empleo y regresó a Extremadura. Desde entonces las cosas no hicieron más que agravarse. Como le gustaba decir, no era capaz ya de conseguir trabajo “ni pagando”. El paro es, para muchas personas, la muerte psíquica, la muerte civil. Desguaza familias y vidas. Y cuando se funde con el alcohol genera una amalgama explosiva. A causa de un altercado, Cuco acabaría en prisión, donde pagó dos años y medio. “Me metieron preso porque fui con una escopeta de cartuchos en busca del karateka que me había pegado”, recordaba. Un desastre integral, un bala perdida sentenciarán, seguro, los bienpensantes, biencomidos y bien-enchufados.

Pero, ay, cuando los balas perdidas se despojan de la camisa de fuerza, del estigma que les ata, cuando se organizan y luchan. “Soy una piedra terrera/que el mundo desprecia al verme./ Soy un escombro cualquiera/pero en diciendo a romperme/doy un metal de primera”. El fandango de El Cabrero condensa con sabiduría la transformación que se produce cuando los oprimidos rompen el silencio y dicen su palabra. Cuco será una de las personas que, desde la barriada de Bellavista, empiecen a construir el primer movimiento de la renta básica en Mérida y Extremadura, del que nacería el Campamento Dignidad.


Plaza María Zambrano, año 2012. Un pequeño temblor, despreciado por los sismógrafos del poder, está empezando a producirse. Ninguno de los parados y paradas que allí se juntan ha leído a la filósofa que le da nombre a la plaza, pero desde hace tiempo vienen amasando una razón colectiva que exuda ética y poesía por los cuatro costados: que se acaben los desahucios, que haya un plan de empleo público, que todo el mundo esté protegido al menos a través de una renta básica. Allí, los hermanos Salazar, Ismael Cabezas, May, Macarena, El Lolete, Cati, Manoli, Antonia, Domingo, María, Mari Carmen, Manolo Pineda, El Cuquino –como le llama con cariño Antonio Salazar- y tantos otros están poniendo en pie una vigorosa conjura de parias.

El Cuco participará activamente en esa hidra de los de abajo que se extenderá durante los años siguientes por todas las barriadas de Mérida y por algunas de las ciudades de Extremadura. El poder le corta una cabeza al movimiento y le salen dos. Pone multas a los insumisos de Mérida y le surge un campamento en Suerte Saavedra en Badajoz, desmonta las tiendas en Plasencia y le brota otra cabeza rebelde en Almendralejo. En agosto de 2012 Cuco formará parte del piquete que protagoniza la acción de desobediencia civil en el Carrefour de Mérida, sacando carros de comida con alimentos de primera necesidad para denunciar la situación de miseria que sufren miles de personas a consecuencia de las políticas criminales de los gobiernos. Es una acción de protesta, no de rapiña. No se trata de “asaltar los supermercados”, como señalan los medios de comunicación del poder, sino de asaltar las conciencias y contribuir a la construcción de un amplio movimiento de resistencia. “La dignidad es un campamento de la piel, extrema y dura frente a lo extremo y duro”, escribirá por entonces Jesús Gómez.




En marzo de 2018 la Marea Básica contra el Paro y la Precariedad organiza una marcha desde León a Madrid para reclamar la Renta Básica Universal, trabajo digno, derecho a la vivienda, defensa de la sanidad y la educación públicas, y para exigir el cumplimiento de la Carta Social Europea, es decir que ninguna ayuda o pensión esté por debajo del umbral de la pobreza. 318 kilómetros a pie, 14 días andando con lluvia y nieve, durmiendo en esterillas y sacos en los pabellones deportivos y locales públicos cedidos. La Marea Básica no es un movimiento atado con billetes ni con prebendas institucionales, como ocurre de forma demasiado habitual, sino con arrojo y dignidad. Esta marcha no es un simulacro de protesta, ni una colección de selfies o de poses mediáticas. Está construida desde abajo por los de abajo, con altruismo, con determinación. Allí también entre los 120 caminantes estará, día tras día, el Cuco, siempre el segundo en la fila, el lugar que ha elegido tras Juanjo, un pensionista de Castellón. Siempre en la brega.

Son sólo dos momentos que hablan de su entrega a la lucha colectiva. El Campamento Dignidad y la Marea Básica, la pelea por los derechos de la gente humilde eran su orgullo, una bandera que alzaba en todos sitios. “Dicen que a ellos les da igual el Campamento”, me contó una mañana, con rabia, en enero de 2019, en las cercanías del hospital de Mérida, donde estaba ingresado su hermano. “La policía, los guardas de seguridad, los jefecillos del hospital”, maldecía. Cuco se quejaba de que los enfermos pasaban frío, de que la comida del catering estaba también fría, de que no había gente que la repartiera, de que solo había un único mando de televisión para toda la planta y siempre venía de la mano del guarda de seguridad. Cuco, la lucha de la gente más pobre, siempre puñado a puñado, palmo a palmo, ganando para todos los cuatro derechos que tenemos. Silvio Rodríguez lo vislumbró con claridad: Menos mal que existen los que no tienen nada que perder. Menos mal que existen, para hacernos.
La Extremadura invisible

Los pobres no somos de nadie
Y para nadie nacemos,
Los pobres tenemos sólo
Lo que le sobra a los perros.

Lo que le sobra a la vida
Nos lo tiran como un hueso.
Los pobres somos tan malos
Que nos perdonan los buenos.

Luis Álvarez Lencero




19 de febrero de 2012. El paro sacude a Bellavista. Así se titula la crónica que la periodista M Ángeles Morcillo escribe para el diario Hoy. La noticia la encabeza una fotografía realizada por Brígido Fernández. En la imagen aparecen ocho vecinos de la barriada que se encuentran en desempleo. El mayor de ellos, Antonio Salazar, tiene 46 años. Al día de hoy, de aquellos ocho obreros en paro sólo quedan tres con vida. Ninguno de los cinco fallecidos llegó siquiera a los 55 años.

La pobreza, el paro y la precariedad matan, bien lo sabemos. Las tres pes asesinas, un ácido corrosivo que va demoliendo, arrasando sistemáticamente las esperanzas y las vidas. Es la violencia invisible contra los de abajo. Pierre Bourdieu lo explicaba con precisión: “Toda violencia se paga; por ejemplo, la violencia estructural ejercida por los mercados financieros, en la forma de despidos o perdida de seguridad, se ve equiparada, mas tarde o más temprano, en forma de suicidios, crimen y delincuencia, adicción a las drogas, alcoholismo, un sinnúmero de pequeños y grandes actos de violencia cotidiana”.



Antonio va relatando la letanía trágica, los nombres de algunos de quienes han ido muriendo en el barrio. “De la gente que nos movíamos, sólo quedamos tres, el Isma, el Bola y yo. Todos los demás han ido cayendo por unas cosas o por otras. El Cuco, mis dos hermanos, el Guerrina, El Lolete, El Alfredo, Jose, el hermano del Cuco, la Eli, hermana del Cuco, David Bonifacio...”. Personas todas muy jóvenes, en torno a los 50 años. La muerte de Agustín Salazar será quizá la más esclarecedora de la crueldad con que este sistema inhumano maltrata a los más humildes. Agustín padecía del corazón, le habían puesto un catéter hacía años. Estaba en paro y además pendía sobre su familia la amenaza del desahucio de la vivienda. El 8 de agosto de 2020, horas antes del infarto que acabaría con su vida había estado descargando un trailer de hierros, a 6 euros la hora. Su corazón no pudo aguantar el esfuerzo y las temperaturas tan altas. Falleció horas más tarde en su casa.

“Yo no le deseo la muerte a nadie, pero los bichos malos duran más que los buenos”, sentencia Antonio Salazar, expresando de ese modo una acendrada convicción popular. Joan Benach, un extraordinario sociólogo dedicado a la investigación en salud pública, lo explica de forma más científica, pero igualmente contundente: “los factores sociales son los más determinantes para la salud. Entre los más ricos y los más pobres de una misma ciudad puede haber una diferencia en la esperanza de vida de 20 años“. Los estudios sobre la esperanza de vida realizados en Barcelona y Madrid lo corroborarán. La esperanza de vida en la Barcelona pobre es hasta 11 años menor que en la rica. En Torre Baró la esperanza de vida es de 75 años, en Pedralbes, sin embargo se sitúa en los 86.


Contad los muertos. Esto cantaba en 2013 El Coleta, un referente del rap quinqui:


Represión, contad los muertos.
Heroína, contad los muertos.
Hipercor, contad los muertos.
Guerra sucia, contad los muertos.



La canción, como señala Germán Labrador es “una poderosa invitación a la memoria. El Coleta necesita de un lugar desde el que recordar la historia subalterna del siglo XX español donde lo quinqui tenga un lugar fundador”. Para reactivar los sueños colectivos de transformación “es necesario hacer el inventario de la destrucción de su mundo, de las dimensiones de la violencia que lo deshace, de la pérdida que históricamente todavía nos constituye”. También hoy necesitamos contar los muertos que están causando las políticas criminales del neoliberalismo, la silenciosa carnicería que producen la estigmatización de la pobreza, la degradación de los derechos sociales en mero asistencialismo y la conformación de un Estado penal cada vez más punitivo.

El 6 de agosto de 2014 falleció José Giménez Lorente, de profesión cocinero. Fue uno de los 19 militantes del Campamento Dignidad que entraron en el centro territorial de TVE para denunciar el incumplimiento de la Ley de Renta Básica. Pero a él no le pudieron juzgar, le mató antes la enfermedad a la que no pudo hacer frente por falta de recursos económicos. Manoli Domínguez, vecina de Las Ochenta, una luchadora enorme contra la injusticia, tenaz, dispuesta a enfrentarse a cualquiera de los manijeros del cortijo institucional, fallecida en diciembre de 2017. Diego Cayuela, solador de profesión, un veterano militante del movimiento obrero, vecino de Nueva Ciudad, perenne en la brega solidaria. Fernando Sánchez Lillo, un trozo de pan, también vecino de la misma barriada emeritense, entregado a los demás a pesar de su larga enfermedad. Ceferino Peña, jovencísimo camarero, que había vivido, como muchos de los citados, en la antigua Barriada de la Paz, una de las urbanizaciones construidas en las postrimerías del franquismo en Mérida para absorber la mano de obra que requería el crecimiento y la modesta industrialización de la ciudad. O Antolín Benítez, cuponero, extraordinario músico y cantante, que vivía en Las Sindicales, amable, noble, fallecido en octubre de 2018. Es sólo un ramillete de nombres, a modo de ejemplo y homenaje. Todos ellos, exceptuando el caso de Diego, fallecerán mucho antes de llegar a la edad legal de la jubilación.

Hay dos Méridas, como hay dos Extremaduras. La Emérita lúdica, la del Festival de Teatro y el escaparate turístico. Y luego está la otra, la sumergida, la emérita proletaria, la Mérida de los jóvenes trabajadores de la hostelería, de la empleadas de hogar y mujeres de la limpieza sin cotización a la Seguridad Social, de las trabajadoras de ayuda a domicilio, de los repartidores de la paquetería, de los empleados precarios en la red de subcontratas y empresas que han arraigado al amparo del poder político en las últimas décadas. “Barrio rico, barrio pobre: tres kilómetros y 23.000 euros de distancia”. En octubre de 2022 Rocío Entonado publicaba en el periódico Extremadura una noticia con ese ilustrativo título. “Apenas tres kilómetros separan las calles Félix Valverde Lillo y Jarandilla, pero la distancia social supera los 23.000 euros. La primera, corazón del centro, es una de las que concentra los hogares con las rentas más elevadas de Mérida (casi 40.000 euros anuales) y la segunda, en San Lázaro, la más humilde con apenas 17.000”. Las barriadas de San Lázaro, San Juan, Nueva Ciudad, San Andrés, La Antigua, María Auxiliadora, todas ellas, junto a los alrededores de la plaza de toros, se situaban hace dos años con rentas anuales familiares por debajo de los 22.400 euros.

El propio Plan de Acción Social 2022-2025, elaborado por el Ayuntamiento de Mérida y subvencionado por el Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER), no puede dejar de reconocerlo. Los índices de desempleo o el nivel educativo en las barrios más humildes llaman poderosamente la atención. El Plan, por ejemplo, se hace eco de un estudio del Servicio de Orientación Laboral de la Conferencia de San Vicente de Paul realizado en 2020 entre las mujeres de entre16 y 64 años en las barriadas de San Lázaro y Juan Canet. El dato sobre el nivel educativo es revelador: el 62% de ellas no había alcanzado siquiera el graduado escolar y sólo el 4% de estas mujeres había conseguido terminar el bachillerato.


Es la otra Mérida, la otra Extremadura, la de los excluídos de la fiesta, la de los que, como mucho, sólo pueden aspirar a las migajas del reparto, que tan bien sabe administrar un aparato político y administrativo curtido durante décadas en las artes del clientelismo.

La imposición del 8 de septiembre: feligreses y votos


El 8 de septiembre representa cabalmente la Extremadura del poder. Cada vez son más voces, especialmente jóvenes, las que cuestionan la idoneidad de la fecha como referente representativo del pueblo extremeño. E incluso muchas personas cercanas o pertenecientes al partido que ha gobernado la región durante casi cuatro décadas expresan una distancia creciente con esa festividad oficial.


Ibarra desveló hace poco más de un año, en febrero de 2022, el misterio de la elección. No, no se le apareció la Virgen de Guadalupe, como temía burlón Manolo Parejo, que le preguntó por esa eventualidad cuando el presidente de la Junta impuso sorpresivamente la fecha. “El 8 de septiembre fue una cacicada mía”, afirmó Ibarra en un programa de Canal Extremadura. “Yo llamé a mi grupo y dije 'oye, creo que hay que poner el Día de Extremadura el Día de Guadalupe para que haya un hilo histórico que nos una con algo'. El grupo se enfadó mucho pero al final aceptaron la disciplina de voto y lo propusieron”, afirmó el veterano político con un descaro y una falta de respeto a su propio partido asombrosos.
“Un hilo histórico que nos una con algo”, añoraba por lo que se ve el veterano expresidente. El sacrificio de Muñoz Torrero -16 de marzo de 1829-, como propusiera Víctor Chamorro en Afán de miseria, quizá le parecía poca cosa. El 14 de agosto, la herida inmensa de la masacre de Badajoz, no cuadraba con los aires de la Transición. El 1 de septiembre, el emblema de la lucha victoriosa contra la Central Nuclear de Valdecaballeros y contra el saqueo de Extremadura, tampoco tenía al parecer la densidad histórica suficiente. Y el 25 de Marzo, el día en el que los extremeños fundieron las palabras Tierra y Libertad asombrando al mundo, le sonaba a chamusquina campesina. Ni siquiera le cuadraban los hitos constituyentes de la propia autonomía extremeña, es decir, la creación de la Asamblea o la aprobación del Estatuto. Por lo visto el hilo histórico fundamental era Guadalupe, el icono por excelencia de la Extremadura imperial. Ninguna fecha en la que el pueblo fuera protagonista le cuadraba, sólo aquella en la que su papel se reducía a figurante, a público acompañante de Carlos V, Felipe II, Alfonso XIII o Juan Carlos I. El bastón regio de Alfonso XIII, el manto rico de Felipe II con más de 4000 perlas y 240 puntas de diamante, las personas de rodillas o descalzas precediendo la imagen de la Virgen, esas eran las hebras esenciales de nuestra historia, los momentos épicos a los que aferrarse. Al fondo, parecía resonar una de las tesis de la historia de Walter Benjamin: “La empatía con el vencedor siempre les viene bien a quienes mandan en cada momento”.

¿Cómo se explica que Ibarra y el PSOE impusieran en 1985 la propuesta de Día de Extremadura que había hecho inicialmente la Comisión Eclesial Extremeña en 1978 y que era precisamente la que Alianza Popular había asumido como propia? Hoy, con la perspectiva que dan los años, las razones de la “cacicada” refulgen con nitidez. Se trataba de ganarse a los sectores más conservadores de la sociedad extremeña: Que nadie tema, el socialismo de la República está enterrado, eso de la Reforma Agraria es una antigualla que torearemos con habilidad -para eso precisamente hemos creado el PER, para extinguir el hambre de tierra de los jornaleros.


La Transición había abierto una etapa nueva. El insobornable Rafael Chirbes lo retrató con precisión: “Los arribistas de ambos bandos habían tomado el poder de la nueva España y escribían la historia a su medida. Los recién llegados -muchos de los cuales se apresuraban a enriquecerse- no tenían la difusa sensación de culpa que marcaba a la vieja capa dominante, engordada a la sombra de la dictadura”. Unos aportaban la legitimidad democrática, los otros atesoraban el conocimiento del paño, la sabiduría sobre el funcionamiento efectivo del poder. En Guadalupe se trenzaba el pacto histórico, el socialismo convenientemente descafeinado y el franquismo sociológico se daban la mano. Habían pasado ya casi siete años desde la aprobación de la Constitución. El tiempo del tumulto y de la incertidumbre se había terminado. El pueblo, en tanto que ciudadanía organizada y movilizada, abandonaba la calle y se transformaba de nuevo en mero electorado o feligresía. Para los recién llegados el pacto consistía en conservar y ampliar el electorado. Para la jerarquía eclesiástica se trataba, amén de limpiar el rastro de colaboracionismo vergonzoso con la Dictadura, de renovar y ampliar la feligresía, mantener los privilegios educativos y seguir disfrutando de una posición de prestigio e influencia en las cercanías del poder político.


8 de septiembre de 1985, primera celebración del Día de Extremadura en Guadalupe. Rodríguez Ibarra se dirige a los asistentes desde un escenario montado en el mismo atrio del Monasterio. Después del acto declara: “El hecho de que haya tenido lugar hoy en Guadalupe fue consultado con los obispos, quienes no pusieron ningún impedimento sino todo lo contrario, pues les pareció magnífico que así fuera el primer año. De hecho se ha producido una magnífica complementariedad de lo religioso con lo civil y hemos convivido perfectamente, como ha dicho el cardenal en la homilía”. Pocas veces una cacicada fue tan rentable.

Guadalupe, Trujillo y Mérida: construyendo un sólido bloque de poder


La elección de la fecha encarna a la perfección la Extremadura del poder, pero también el tipo de celebración que se ha ido estableciendo. Con el tiempo se han delimitado dos actos institucionales complementarios, la entrega de las Medallas en el Teatro Romano el 7 de septiembre y la misa en Guadalupe al día siguiente, dos actos acompasados que expresan muy bien la alianza social y política dominante en nuestra tierra.


Desde su instauración, el Día de Extremadura ha pasado por tres formatos distintos. Los dos primeros años, 1985 y 1986, todos los actos institucionales promovidos por la Junta se celebraron en Guadalupe. Tras la misa, con la homilia del cardenal primado de España, Marcelo González, y la pequeña procesión de la Virgen por el claustro mudéjar, se celebraba el acto político, con izado de la bandera y la intervención exclusiva del Presidente de la Junta. Los gobernantes autonómicos habían tenido la habilidad de utilizar como plataforma de lanzamiento la base de masas que ya otorgaba de por sí la tradicional peregrinación a Guadalupe, un evento muy arraigado sobre todo en los pueblos de la Siberia extremeña. De ese modo garantizaban una presencia numerosa y el correspondiente baño de masas para el líder en proceso de legitimación.



Trujillo será la ciudad en la que tome cuerpo el segundo formato de los actos institucionales. Entre 1987 y 1992 será allí donde se celebren conciertos y donde tendrá lugar la consabida intervención exclusiva del líder. Las autoridades políticas asisten primero a la misa en Guadalupe y se trasladan posteriormente en helicóptero a la celebración en Trujillo.

Ahora el componente festivo adquirirá una mayor importancia. La Orquesta Sinfónica de Luis Cobos, Montserrat Caballé o Hombres G son algunos de los artistas que amenizan las jornadas. Si Guadalupe constituyó el momento fundacional del Día de Extremadura y se utilizaron para ellos los raíles de los peregrinos, ahora, en pleno fulgor de la movida madrileña la entronización populista del líder se aderezará de tiernogalvanismo, con grandes acontecimientos musicales. Es la década prodigiosa, en la que, en palabras de Miguel Sánchez Ostiz “lo que importa es la movida, el ambientillo, los eventos y que el sistema de subvenciones y estómagos agradecidos no se detenga”.

En 1992 se producirá un nuevo giro de formato. Ese año ocurre algo inédito hasta el momento. Una parte del público abuchea a Rodríguez Ibarra, que se ve obligado, “ante los incesantes silbidos”, a dar por terminado el discurso institucional antes de lo previsto. El diario Hoy da cuenta de que la sensación general es que “la cifra de asistentes ha sido menor este año que en los anteriores”. Al tiempo el mandatario regional se queja de “cómo vienen algunos jóvenes al Día de Extremadura”, haciendo referencia a la excesiva ingesta de alcohol.


Ni que decir tiene que a partir de esa fecha el Día de Extremadura dejaría de celebrarse en Trujillo. Ibarra, maestro en los giros de guión, argumenta que “deja de celebrarse multitudinariamente porque el sentimiento extremeñista está afianzado -no hace falta recordarnos constantemente a nosotros mismos que somos extremeños-, y la región ”está saliendo de la adolescencia para entrar en la madurez". El adalid y sus asesores le habían visto las orejas al lobo: lo de la intervención exclusiva del líder había que ceñirlo a un espacio más reducido, más controlable. A esas alturas ya eran bastantes voces las que señalaban que la utilización caudillista y el baño de masas con dinero público que acompañaba la celebración pasaba de castaño oscuro. Ya en 1989, Pablo Castellano, dirigente histórico del PSOE, escribía: “En la autonomía extremeña, como en el resto de las autonomías, se ha producido un triple fenómeno de burocratización de las instituciones, de confusión del Estado con el partido dominante y de enmudecimiento, pasividad y marginación de una sociedad cada vez más desvertebrada”.

Desde 1993 hasta la fecha, excepto durante la pandemia y en el año 2006 que se realizó en Cáceres, el acto institucional central se ha celebrado en todas las ocasiones en Mérida, con la consiguiente entrega de medallas y el susodicho discurso del Gran Timonel o Timonela de turno. Sin embargo, en este tercer formato se producira un cambio sustancial en la orientación y configuración de los actos. El ambiente festivo de Trujillo se torna en solemnidad y el componente plebeyo se suprime. Ahora la fracción cuantitativamente más importante, la protagonista por excelencia de esta celebración será la clase política del bipartidismo, el aparato político-administrativo del régimen autonómico extremeño. Consejeros, diputados, alcaldes, profesionales varios de la política, asesores, coordinadores, personal de libre designación, jefes de servicio con vinculación partidaria, militantes... En el Teatro Romano ese día se dan cita las fuerzas vivas, los cuadros intermedios y altos, el arrecife de coral del clientelismo. Es el gran acto de los conseguidores y aspirantes a conseguidores. Un acto de chaqueta y corbata, de vestidos elegantes y tocados de peluquería, un espacio de distinción para quienes integran un estamento primordial de Extremadura, la clase que organiza la madeja extremeña.


En la otra celebración, en Guadalupe, se expresa una alianza de calado histórico, de un carácter mucho más tradicional. Ahora abundan los uniformes. Para empezar, claro está, hay una gran representación de la élite eclesiástica. Pero también una selecta representación de los poderes reales, fácticos, de los que mandaban antes y de los que mandan ahora. La Junta de Extremadura, la Asamblea, las Diputaciones, la Delegación del Gobierno, el Ejército, la Guardia Civil, el Tribunal Superior de Justicia o la UEX participan a través de sus máximos representantes. Guardiola y Vara se santiguan al unísono. La Iglesia, el Ejército y el poder político renuevan su sagrada connivencia. “Sobrevivir a la espada señorial y al báculo, a Coronas y Gobiernos despegados, a bonetes y tricornios, y lograr que Extremadura no se abandonase a monterías, papeleras y uranios”. Esto escribe Víctor Chamorro en Érase una vez Extremadura, ese fue el sueño y la epopeya de los campesinos extremeños, los auténticos tejedores de nuestra identidad. ¡Qué actuales y qué urgentes suenan su rebeldía y su esperanza!


El 7 de septiembre de 2021, el día anterior a su muerte, Cuco participó en la manifestación que diversos colectivos organizaron en la puerta del Teatro Romano para denunciar el paro y la precariedad laboral, la colonización energética y la irracionalidad del extractivismo, el servilismo de la clase política regional y la nueva emigración a la que tantos jóvenes extremeños se ven condenados.


Hay otra Extremadura distinta a la del poder. La de los campesinos, la de la gente trabajadora, la Extremadura limpia y fraterna, la que no se vende ni se rinde, la de la Dignidad. La Extremadura que siempre odiaron los señoritos y caciques de esta tierra. La Extremadura solidaria y luchadora que componen miles de cucos y salazares. La Extremadura que algún día, más temprano que tarde, pondrá en pie un nuevo 25 de Marzo.

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